El monstruo que llevas dentro

Hace ya algunos meses atrás, tuve la oportunidad de mantener una conversación con una muchacha ––a la que aquí daremos el nombre de Daniella–– que tendría alrededor de veinte o, como mucho, veinticinco años de edad.

Daniella se consideraba a sí misma una fehaciente defensora de la justicia en general y, mucho más en particular, de los animales y sus derechos. No en vano aprovechó el curso que fue tomando la conversación para relatarme algunos de los muchos episodios que al parecer había vivido en la que era su apasionada lucha contra el maltrato animal.

Estuve escuchándola expectante hasta que terminó por relatarme cómo un día se metió en una tienda de animales para amenazar a su propietaria de que pensaba denunciarla en el caso de que no le pusiera un terrario más grande a una serpiente que allí tenía expuesta al público y que, por lo visto, había crecido tanto, que apenas cabía ya en el que tiempo atrás le había sido asignado.

Fue entonces cuando consideré oportuno hacerle mi gran pregunta; la gran pregunta que siempre me reservo para aquellas ocasiones en las que me encuentro no ya con meros “presuntos” defensores de la justicia, sino mucho más específicamente, con “presuntos” defensores de los animales y sus derechos.

––Daniella, por curiosidad ––le dije––, respóndeme a esta pregunta: ¿tú que clase de alimentos consumes?

––¿Cómo? ––respondió ella algo aturdida en una primera instancia––. No soy vegetariana, si te refieres a eso ––concluyó creyendo comprender lo que yo estaba apunto de recriminarle.

––No, no es eso ––me apresuré a responderle antes de proceder a aclararle cual era mi postura a ese respecto––. No soy una de esas personas que encuentran incongruente el hecho de que un defensor de los derechos de los animales se alimente de ellos. El pez grande se come al chico ––añadí para reafirmar lo que estaba diciendo y evitar malentendidos––. Esa es una ley natural, y no seré yo quién contradiga a la naturaleza.

“Si bien si es cierto que para terminar de averiguar lo que quería ––continué explicándome–– sí necesitaba saber si comías o no animales o, cuanto menos, productos que entre sus ingredientes contuviesen alguno de origen animal; como por ejemplo lo son la mayaría de los productos de bollería. Quiero decir. ¿Dónde compras, por ejemplo, la carne o los huevos que consumes?

––Pues no sé ––respondió  ella encogiéndose de hombros todavía sin terminar de comprender qué era lo que yo quería darle a entender exactamente ––, en cualquier parte.

Con esta respuesta, Daniella no hizo sino que confirmar mis sospechas. De modo que ahora sí, pude terminar de poner todas mis cartas sobre la mesa.

––¿Y tú acaso es que no eres consciente, Daniella, que el trato que se les da a la inmensísima mayoría de los animales de los que provienen esos productos que compras en cualquier parte ––dije haciendo un especial énfasis en “en cualquier parte”––, no es mejor que el que se le estaba dando a esa serpiente de la que acabas de hablarme y en cuya apasionada defensa saliste?

El quid de la cuestión era que por mucho que así lo quisiera creer, Daniella  no era una defensora de  la justicia, así como tampoco lo era de los animales y sus derechos; ella tan solo era uno más de entre esos tantos millones de monstruos que, inconscientes de su condición, se dedican a alimentar su ego señalando con su dedo acusador a quienes, tan solo de un modo más evidente, no hacen sino que reflejarles su monstruosa imagen.

Y es que resultaba que aquella muchacha que, tan ingenuamente, acababa de pavonearse frente a mí por el hecho ––no nos olvidemos de ello–– de haber amenazado a la dueña de la ya anteriormente referida tienda de animales debido a que tenía a una serpiente confinada en un terrario en el que apenas tenía espacio para moverse, acababa de reconocerme tan tranquilamente consumir todo tipo de productos alimenticios provenientes de animales criados en esos campos de concentración, tortura y exterminio a los que ––todo sea por el bien de nuestras conciencias–– preferimos dar el nombre de granjas industriales.

La paradoja mayúscula; la inconsecuencia de las inconsecuencias.

Ahora bien; lo más triste de todo esto, no es que ocasionalmente podamos encontrarnos con una de esas personas que, al igual que Daniella, a un mismo tiempo en el que se consideran a sí mismas como grandes defensoras de la justicia y/o de los animales y sus derechos, contribuyen diariamente a la que es sin duda alguna sino la mayor, una de las mayores atrocidades cometidas por la raza humana a lo largo de su ya de por si cruenta historia; lo más triste de todo esto, es que “Daniellas” y, por supuesto “Danieles”, los hay a patadas por el mundo.

Porque si bien es cierto que no todos los seres humanos somos amantes de los animales, sí lo es que sino todos, cuanto menos sí casi todos nosotros nos consideramos defensores de la justicia mientras que, al igual que Daniella, consumimos productos provenientes de animales criados en susodichas granjas industriales.

No hace falta que nadie diga nada. Pues deduzco que así como éstas mis palabras os estarán entrando por un costado de vuestras mentes, muy probablemente os estarán ya saliendo por otro. Y es que, desgraciadamente, si yo ahora dijera ––tal y como en su día le dije a Daniella–– que lo que todos y cada uno de los consumidores de productos de origen animal ––sobra decir que provenientes de animales criados en granjas industriales–– le hacen o hacéis a los animales de los que dichos productos son extraídos, es cuanto menos la misma monstruosidad que los nazis le hicieron a los judíos ––y demás reclusos–– en los campos de concentración de la Alemania nazi, no seriáis pocos los que os echaríais las manos a la cabeza justo antes de exclamar:

––¡¡¡Venga, hombre!!! ¡¡¡Pero qué exagerado eres!!!

A lo que, subsiguientemente, yo me vería instigado a replicar:

––¡¿Exagerado?! ¡¿Cómo que exagerado?! ¿Acaso es que no sabéis a qué clase de formas de vida ––si es que acaso a eso puede realmente llamársele “forma de vida”–– están condenados todos esos pobres animales solo para que vosotros, sí, vosotros que compráis e ingerís los productos que de ellos se extraen, os ahorréis algunos euros en vuestra compra semanal?

Y quizá sería entonces, cuando muchos de vosotros reconocierais haberle escuchado decir a alguien; haber visto algún documental; o haber leído algún artículo esencialmente similar a éste que denunciase ––o cuantos menos describiese–– el horror al que, como la más cruenta de las formas de vida, están condenados quién sabe cuantos millones de animales cada año solo para ahorrar costes al productor y, subsiguientemente, al consumidor de los mismos en cualquier de sus formas.

Si bien como ya vengo dando a entender, ésta es al parecer una fuente de información que nuestros procesos selectivos de conciencia y/o memoria ––también conocidos como procesos de autoengaño–– prefieren guardar en algún oscuro cajón de nuestro mente para así bien sea evitarnos la enojosa molestia de tener que sacrificar nuestro tiempo y/o dinero buscando productos de origen animal que no provengan de las ya referidas granjas industriales o, en su defecto, para evitarnos la no menos enojosa molestia de tener que reconocernos a nosotros mismos no ser mejor personas que los propios nazis a los que, no nos olvidemos de ello.

Nos hemos pasado casi todo el último siglo señalando como a los mayores criminales de toda la historia de la humanidad; criminales a los que todavía a día de hoy, buscamos para someterlos a juicios y hacerles pagar por los que, esencialmente, son los mismos crímenes que el 90 y largo % de la población mundial comete en cada una de las ocasiones en las que se mete en la boca cualquier alimento que contenga el más mínimo porcentaje de cualquiera de entre los diferentes productos provenientes de los animales que para mayor gloria de la humanidad ––obviamente esto último es ironía––, criamos y mantenemos confinados hasta el día de su muerte en esos campos de concentración a los que preferimos dar el balsámico nombre de granjas industriales.

Nuestra ciega monstruosidad parece no tener límites. Tanto es así, que aún por encima también ha terminado convirtiéndonos en una raza de hipócritas que no dudamos en levantar nuestro dedo acusador para señalar la mota ––y ya ni que decir tiene la viga–– en el ojo ajeno, mientras que indolentemente manipulamos nuestras propias auto percepciones para así ignorar las enormes vigas que atraviesan los nuestros.

El principal objetivo, pues, de este post, es el de realizar una cruda exposición de las barbaridades que aquellos seres humanos que compran y/o consumen alimentos de origen animal sin realizar distinción alguna acerca de cual es su lugar de procedencia, le hacen a los animales de los que estos productos provienen.

Si bien para conseguir que el lector no “verdaderamente” amante de los animales, desarrolle un mayor grado de empatía o sensibilidad para con aquellos de entre estos últimos que son criados en las granjas industriales, voy también a realizar una no menos cruda que comparativa exposición de lo que en su tiempo hubo de sucederle no ya a millones de animales, sino a millones de seres humanos en los que, sin el menor asomo de duda, fueron unos lugares muy parecidos a dichas granjas industriales: los campos de concentración, tortura y exterminio de la Alemania nazi.

Quizá así podamos por fin utilizar de un modo constructivo, el horror que tantos seres humanos tuvieron la desgracia de vivir; quizá nuestra conciencia del que entonces fue su sufrimiento, sirva ahora para paliar el de millones de animales.

Todos nosotros hemos oído hablar extensamente acerca de los que han sido los campos de concentración más renombrados a lo largo de la historia de la humanidad: los que fueron utilizados durante la Segunda Guerra por la Alemania nazi con la finalidad de aislar, utilizar, y finalmente deshacerse, del mayor número posible de miembros pertenecientes a grupos étnicos considerados indeseables por el que en aquel entonces era el gobierno de dicha nación: el gobierno nazi.

Y aunque mucho más en particular fueron los miembros del pueblo judío quiénes sufrieron los horrores que tuvieron lugar en el interior de estas prisiones, también fueron muchos los comunistas, republicanos españoles, homosexuales, gitanos, masones, discapacitados, e incluso prisioneros alemanes comunes ––entre un largo etcétera de desafortunados personajes––, los que allí sufrieron el que esencialmente fue el mismo aciago destino que los primeros.

Se calcula que fueron alrededor de diez millones de seres humanos ––aproximadamente la mitad de ellos judíos––, los que después de sufrir quién sabe durante cuanto tiempo las más diversas formas de denigración y tortura, murieron asesinados en los campos de concentración nazis. Solamente en el que fue el mayor y más afamado de estos campos, el de Auschwitz-Birkenau, murieron alrededor de dos millones y medio de prisioneros entre el 20 de mayo del año 1940 ––el día de su apertura––  y el 27 de enero del 1945 ––el día en el que a manos del ejercito soviético hubo de producirse su liberación––.

No obstante, si tenemos en cuenta que por otra parte se estima que, de entre estos dos millones y medios de muertos ––e insisto, solamente en Auschwitz––, una quinta parte murieron no ya asesinados, sino como consecuencia del hambre y la enfermedad, podremos hacernos una idea aproximada de cual fue el tipo de condiciones de vida que tuvieron que padecer la mayoría de los prisioneros que fueron a parar a estas fábricas de la muerte; unas condiciones tales que quizá incluso pueda llegar a decirse que los más afortunados de entre estos últimos, fueron aquellos que encontraron una muerte rápida y limpia a manos de sus captores.

Y es que creo que la inmensa mayoría de nosotros preferiríamos morir antes de vernos obligados a arrastrarnos hambrientos y exangües ––quien sabe si durante años enteros––, como cadáveres andantes entre otros tantos seres humanos ––todos ellos fieles reflejos vivientes de nuestra propia decrepitud física y psicológica–– entre los que bien pudieran encontrarse nuestros seres más queridos y allegados.

Un día cualquiera en un campo de concentración consistía en hombres, mujeres y niños obligados por sus captores –bajo pena de muerte o, como mínimo, tortura o castigo––, a realizar todo tipo de trabajos forzados a cambio de poco más que un mísero mendrugo de pan rancio diario y del nauseabundo techo que suponía un frío y apretado barracón atestado de pulgas y piojos, polvo, moho y excrementos humanos.

Hombres, mujeres y niños que el día en el que por la razón que fuera dejaban de ser útiles para el trabajo, eran cruelmente arrancados de los brazos de sus familiares o amigos para terminar siendo víctimas de la llamada “solución final”; muriendo tras ser arrastrados directamente a las cámaras del gas “Zyklon B”, o incluso tras ser llevados de excursión a los siniestros laboratorios donde los científicos nazis llevaban a cabo con ellos las más monstruosas y terroríficas formas de experimentación científica; unas formas de experimentación científica que hoy en día todavía son llevadas a la práctica en laboratorios esencialmente similares a estos primeros pero, eso sí, cómo no podría ser de ninguna otra manera, utilizando como “conejillos de indias” a ejemplares de cualquier especie animal indistintamente.

Sabido es que a día de hoy la inmensa mayoría de los seres humanos está de acuerdo con que jamás a lo largo de la historia de la humanidad, tuvo lugar un crimen tan cruel ni tan fríamente calculado como el que entrañó la tortura y la exterminación de millones de seres humanos en estos los campos de concentración de la Alemania nazi.

Pues bien; dicho esto, yo me pregunto e invito a preguntarse a todos los “Danieles” y “Daniellas” que ahora estáis ahí detrás, leyendo esta denuncia en la forma de artículo: ¿cómo podemos los seres humanos bien estar tan ciegos o ser tan hipócritas, además de por descontado, tan monstruosamente monstruosos?

¿Cómo es posible que mientras señalamos con nuestros dedos acusadores a los responsables del holocausto nazi ––así como también a los defensores de las “fiestas” taurinas o a cualquier otro evidente maltratador de seres humanos o animales de diversa índole–– bajemos alegremente al supermercado a comprar, por ejemplo, unos filetitos de ternera procedentes de un vaca que ––¡quitémonos de una puñetera vez la venda de los ojos!–– todos sabemos de buena tinta fue criada y vivió hasta el día en el que le hicieron el que ––a nadie le quepa la menor duda–– fue el mayor favor de su vida ––darle muerte––, en un “hotelito” al que quizá bien pudiera haberle sido asignada alguna o incluso algunas “estrellitas” más ––obviamente “estrellitas del horror”–– de las que pudieran haberles sido asignadas indistintamente a cualquiera de los campos de concentración de la Alemania nazi?

¡Basta de autoengaños!: Los animales que para nuestro consumo criamos en las granjas industriales, en modo alguno “disfrutan” de unas condiciones de vida superiores a aquellas otras que tuvieron oportunidad de “disfrutar” los hombres, mujeres, y niños que fueron confinados en las fábricas de la muerte nazis.

Más allá de todas las crueldades y formas de tortura que les son infringidas a los millones de animales que anualmente son criados en estas “granjas de concentración, tortura y ––por suerte para sus inquilinos–– exterminio”, quiero invitaros a todos a plantearos detenidamente cuán insufriblemente angustioso tiene que resultarle a un ser vivo, así este sea humano o animal, el pasarse la totalidad de su vida encerrado en una jaula o recinto de tan reducido tamaño que ni siquiera le permita el simple acto de poder caminar un par de pasos hacia adelante o hacia atrás, o incluso el de volverse sobre sí mismo.

Planteamiento que os invito a realizar, no ya solamente porque sucede que así es como están condenados a vivir la inmensísima mayoría de los animales que son criados en las granjas industriales, sino porque además, quienes sí hubieron de planteárselo con anterioridad, fueron los nazis; puesto que en modo alguno fue fruto de la casualidad que algunos de los malévolos castigos con los que escarmentaban a sus prisioneros en los campos de concentración, consistiesen bien en encerrarlos durante varios días en celdas de tan solo un metro cuadrado de superficie en las que llegaban a introducir no a uno, sino hasta a cinco reclusos a escarmentar, o en encerrarlos a saber durante cuantos días en otro tipo de estrechas celdas en las que ni tan siquiera les era posible doblar suficientemente las piernas como para poder sentarse; con lo que quiero dar a entender, que lo que en las fábricas de la muerte nazis era un no menos calculado que terrible castigo aplicado tan solo ocasionalmente a sus prisioneros, viene siendo y es a día de hoy una feroz constante en las vidas de estos animales que la inmensa mayoría de nosotros ––como compradores y consumidores de aquellos productos alimenticios que de ellos provienen–– mantenemos confinados en “las granjas de la muerte” no específicamente de ninguna Alemania nazi, sino del planeta Tierra humano en general. Así que espero que nadie se extrañe o incluso indigne al leerme afirmar que, casi con toda seguridad, los nazis trataron mejor a sus prisioneros de lo que nosotros mismos ––¡sí, nosotros mismos!–– tratamos a los animales de los que terminamos alimentándonos.

Y lo peor del asunto: ¿Todo esto por qué? Como ya se dijo antes y, por demencial que parezca, simple y llanamente para abaratar precios.

Porque, sobra decir que, cuanto mayor sea el espacio del que estos animalitos dispongan para pasearse de aquí para allá, más elevados serán los costes de crianza y, subsiguientemente, los de mercado. Por lo que si para conseguir que los productos animales de la marca “Fulanito” sean más baratos ––o como mínimo no más caros–– que los de la marca “Menganito”, se tiene que tomar toda una serie de no menos insensibles que monstruosas medidas al respecto como pueda serlo la de que se tenga que encerrar a millones de seres vivos en jaulas o recintos tamaño “véanse las fotos añadidas”, muy pocos serán los que mirando antes por su bolsillo que por el bienestar general, denunciarán las barrabasadas cometidas.

Luego, por supuesto, también es cierto que existe otra razón por la que a nuestros bolsillos tampoco les interesa el que estos animales malgasten la más mínima cantidad de su energía caminando alegremente de un lado para otro; ya que en ese supuesto caso debiéramos de gastar aún más dinero en la basura de alimento que les facilitamos ––y que luego nosotros mismos nos comemos–– solo para que se pongan bien gordos y nos salgan lo más rentables posibles.

Si bien no debemos mantenernos ajenos al hecho de que el mantenerlos prácticamente inmovilizados de por vida, no es ni mucho menos la única monstruosidad ––aunque sí la más cruel–– que para abaratar costes le hacemos a todos estos animales que criamos y mantenemos recluidos de por vida en las granjas industriales; las más diversas formas de maltrato y/o mutilaciones están a la orden del día.

En lo que a la cría industrial de ganado se refiere, nos encontramos con que a los machos que no son seleccionados para la reproducción, se los castra ––a cuchillo o bisturí–– evitando hacer uso de anestésico alguno; anestésicos que tampoco son empleados cuando no solo a estos desafortunados machos sino a todas las reses en general, se les cortan o queman los cuernos, así como cuando se las marca; pues ni que decir tiene ya a estas alturas, que el empleo de anestésicos sería un gasto innecesario. Innecesario, claro está, para los intereses económicos del ser humano; que no así, por descontado, para el animal al que le cortan de cuajo los genitales.

Otra de las grandes formas de tortura a las que son sometidas todas las reses ––al igual que muchos otros de los animales criados en campos de concentración––, llega cuando son transportadas de una parte a otra ––normalmente hasta el matadero––; ya que la ley consiente el que puedan llegar a viajar sin comer ni beber hasta 35 horas seguidas cargadas en el interior de unos vehículos que ––dado el que es su temor innato hacia entornos desconocidos–– les inspiran el mayor de los terrores; de ahí que tiendan a vomitar y a sufrir continuos ataques de diarrea durante dichos viajes. Y es que literalmente hablando, se cagan “encima” ––mareos a parte–– del más puro miedo.

Luego tenemos a las gallinas ponedoras de los huevos de los que se alimenta un elevadísimo porcentaje de la población ––se sobre entiende que humana–– mundial; gallinas a las que les cortamos el pico ––¡sí, su pico!–– bien con máquinas creadas especialmente para este fin ––ver foto––, con tenazas, o con cuchillas candentes para así evitar que, una vez inmersas en el estado de profunda rabia psicótica en el que mediante el trato que les damos las instigamos a vivir, se picoteen las unas a las otras hasta la muerte. Y es que pese a que para ello tener que llegar incluso a cortarles el pico, continua saliéndonos mucho más barato el mantener a grupos de seis gallinas ponedoras recluidas en pequeñas jaulas metálicas de apenas catorce pulgadas, que ofrecerles un mucho más espacioso corralito donde puedan vivir en un estado de relativa armonía campando a sus anchas.

No voy a continuar enumerando las constantes y muy variadas formas de tormento––hacinamiento de por vida aparte–– a las que no menos insensible que monstruosamente, los seres humanos sometemos ––insisto una vez más, únicamente para abaratar costes–– a los animales de los que luego nos alimentamos. No ha lugar continuar con tan siniestra exposición porque todos y cada uno de nosotros, así nos haya o no interesado fijarlo en algún momento en la superficie de nuestras conciencias, hemos sido en alguna ocasión ––o de un modo u otro–– informados a este respecto, y podemos hacernos una idea aproximada de las “salvajadas” ––a las que mejor debiéramos dar el nombre de “humanadas”–– que llevamos a cabo con estos pobres animales que han tenido la desgracia de verse obligados a convivir con los que han terminado siendo unos “tan cancerígenos” compañeros de planeta.

Con lo que realmente tenemos que quedarnos, es con que lo que se busca en requetesusodichas granjas industriales, es producir la mayor cantidad de carne ––y demás productos animales–– del modo más rápido y al menor coste posible; así como mucho más especialmente con que, desde luego en este caso al menos, se actúa como si el fin justificase todos y cada uno de los espantosos medios empleados; convirtiendo de este modo en auténticos monstruos a todos los seres humanos que, así sea directa ––como es el caso de los productores––  o indirectamente ––como lo es el de los consumidores–– hacen posible que esta aberrante maquinaria de dolor y sufrimiento continúe rodando.

Lo que si que ha lugar ahora, pues, es que todos aquellos que hayáis superado el eliminador filtro de estas seis últimas páginas de word que os habréis visto obligados a leer para poder llegar hasta aquí, demostrando de este modo vuestra sensibilidad ––o cuanto menos interés–– hacia éste el problema a un  mismo tiempo humano y ––aunque por muy diferentes razones––animal, os decidías a mover ficha  de una vez por todas en vuestras vidas a este respecto, si es acaso no lo hicisteis ya con anterioridad.

Así que ahora, te pregunto directamente a ti que estás ahí detrás leyendo estas palabras:

¿Quieres “Daniel” ––o “Daniella”–– continuar el resto de tu vida poniéndote exactamente al mismo nivel que se pusieron los responsables del holocausto judío? ¿Quieres pasarte el resto de tu vida comportándote como el más ciego de los hipócritas que a un mismo tiempo en el que se afanan por alimentar su ego señalando las faltas de sus semejantes, son incapaces de reconocerse a sí mismos el estar cometiendo esas mismas ––si no es que peores–– faltas?

¿Sí? ¿Quieres intentarlo y, ya de paso, además de comenzar a ser verdaderamente consecuente con lo que sientes en tu corazón, comenzar también a ahorrarle las más atroces formas de sufrimiento a esos millones de seres completamente inocentes que pasan cada año por las “granjas de concentración, tortura y exterminio” que al menos hasta el día de hoy tú mismo has colaborado como el que más a mantener en perfecto funcionamiento?

Pues, entonces, comienza a plantearte seriamente el no volver a comer nunca ningún producto que contenga ingrediente de origen animal alguno, sin antes asegurarte de que el animal del que fue extraído dicho producto no fue criado en unas condiciones llamémoslas “hitlerianas”.

Antes de señalar al político que roba, al torero que asesina al toro que nada le hizo, a los sádicos que aplauden a este último, o a ese tu vecino el que le pega palizas a su perro, comienza por dar tú mismo el debido ejemplo “sacrificando” tus intereses egoístas en pos del bien común o, lo que viene a ser esencialmente lo mismo, en pos de los dictados de tu corazón. Edúcate a ti mismo antes de pretender educar a quiénes te rodean; empezando por tus propios hijos.

Y ya para concluir, te invito a que si te ha gustado este grito al cielo clamando justicia en la forma de “Al monstruo que llevas dentro”, te plantees el comenzar a ejercer algún tipo de control consciente sobre la que muy probablemente siempre fue tu ciega hipocresía ––y por consiguiente inconsecuencia crónica–– evitando darle al “me gusta” sin haberte antes decidido a poner todo de tu parte por dejar de comer alimentos de origen animal provenientes de animales criados en campos de concentración. Algo que bien podrías comenzar a hacer de una forma muy simple: negándote a comprar huevos cuyo primer dígito de su código numérico no sea el “0” o el “1”, así como negándote también a comprar pescados que hayan sido criados en piscifactorías; ya que a día de hoy este tipo de productos pueden conseguirse con relativa facilidad en prácticamente cualquier mediana o gran superficie comercial. Si bien después de esto, no te quedes ahí; no dejes de trabajar contigo mismo para ser mejor persona y, con ello, mejorar la calidad de vida de quienes te rodean.

Ayuda a los animales a vivir dignamente.

Este artículo es original de Fernando Vizcaíno

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Me gustan las personas que toman decisiones y son valientes, me gustan los que se informan y aprenden, los que se parecen por dentro y por fuera, los que ven la parte buena, los que se caen y se levantan. No me gusta la mediocridad, la mentira ni la injusticia. Me gusta dar de comer…

Técnico Superior en Comercio Internacional en Colegio Público Ausiás March
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