A lo largo de este capítulo, vamos a estudiar algunas de entre aquellas formas de reclamación atencional de índole vampírica más descaradas que existen, y que debido al que en todos los casos es su carácter fastidiosamente insistente, nos empujan a decir que quiénes las emplean ocasionalmente se están poniendo “pesados”, así como a decir que quienes lo hacen sistemáticamente son, en el sentido más amplio de la palabra, unos “pesados”.
Siempre que suframos las consecuencias de cualquiera de estas formas de reclamo atencional, podremos comprobar que quiénes en realidad se estarán poniendo pesados ––cuanto menos en el sentido literal de la palabra––, seremos nosotros mismos; pues al vernos forzados a conferir una constante atención y, consecuentemente, a transferir un continuo caudal de energía vital sobre el que quiera que sea nuestro demandante atencional, iremos sintiéndonos cada vez más debilitados, y por consiguiente, más y más pesados. Por lo que ni que decir tiene que, de ahora en adelante, siempre que caigamos en las redes de cualquiera de entre tan absorbentes individuos, dispondremos de una gran oportunidad para detenernos a reconocer conscientemente, tanto los flujos de energía vital que sobre estos últimos transferiremos, así como las consecuencias, en todos los casos, obviamente, debilitadoras, que la transferencia de los mismos habrá de ocasionarnos.
Probablemente, la más común de estas formas de reclamo atencional, es la que emplean los “los parlanchines”; que son aquellas personas que habitualmente se dejan llevar por los que pudieran aparentar ser unos incontrolables ataques de verborrea pero que, ciertamente, de incontrolables tienen más bien poco; ya que si se permitiesen ser mínimamente honestos consigo mismos, no tendrían más remedio que el de reconocerse a sí mismos el estar usándolos con la intención de capturar la atención de quienes se hallan en su compañía, de un modo a todas luces no menos caprichoso que indiscriminado.
Estas son los típicos individuos a los que, en muchas ocasiones, para tratar de quitárnoslos de encima, acabamos diciéndoles: ¡¿Es que nunca te cansas de hablar?!
Y es que siguiendo estos derroteros, muy difícilmente llegarán a fatigarse. Todo lo contrario; al capturar tan insistentemente la atención de sus interlocutores, conseguirán que estos les transfieran importantes cantidades de energía vital; lo que, obviamente, les permitirá sentirse cada vez más crecidos y estimulados para, mientras sea su deseo, continuar con sus interminables peroratas.
Seguramente todos nosotros habremos tenido ocasión de comprobar cómo algunas de estas personas llegan a tales extremos que, cuando ya no se les ocurre nada más que decir, entonces, como si de emisoras de radio ambulantes se tratasen, se limitan a dar voz a sus pensamientos conforme estos van acudiéndoles a la mente, sin mostrar el más mínimo grado de consideración incluso hacia quienes entre tanto puedan estar intentando concentrarse en cualquier otro quehacer.
Luego nos encontramos con “los preguntones”; que son aquellos individuos que, cuando no se les ocurre nada mejor que hacer, tienen por costumbre someter a otras personas a unas no menos innecesarias que constantes preguntas; con lo que además de terminar conduciendo a estas últimas a experimentar una sensación de acorralamiento fuera de todo lugar y sentido, los empuja también ––pese a en no pocas ocasiones estar apercibiéndose, cuánto menos intuitivamente, de los tejes y manejes de sus usuarios––, bien a sentirse forzados a responder a sabiendas puras banalidades, o incluso a sentirse culpables en caso de que finalmente optasen por ignorarlas, dejándolas sin respuesta.
Otra de entre estas modalidades de reclamo atencional es la que combina las dos anteriores. Los “parlanchines preguntones”, son aquellos individuos que no solo no dejan de hablar, sino que a cada momento te están preguntando si has comprendido lo que te están diciendo; un pauta de comportamiento o reclamo atencional esta última que, generalmente, tienden a manifestar aquellas personas que, pese a intuir lo poco o nada que pueda estar interesándole a su interlocutor lo que quiera que sea que le están relatando o explicando, no tienen la consideración de detenerse a procesarlo mentalmente para así no refrenar los que, por norma general, en muchos de estos casos tienden a ser sus impulsos puramente demostrativos; por lo que en una última instancia, terminan repitiendo una vez tras otra si se comprende lo que están diciendo para así compensar el grado de distanciamiento u oclusión atencional que, así sea consciente o subconscientemente, estarán percibiendo en las víctimas de las que, en tales circunstancias, serán sus más que exasperantes monsergas.
Mucho más puntualmente, podemos encontrarnos también con “los reclamadores de sonrisas”; que son los típicos guasones que actúan como si todo lo que dijeran debiera de resultar gracioso a sus interlocutores; siendo esta la razón por la que, generalmente, tienden a acompañar cada una de sus no menos cansinas que presuntamente divertidas sentencias, tanto con unas artificiosas carcajadas, como con unas miradas de complicidad en extremo atenazadoras, con las que intentan presionar a sus víctimas para que caigan en la siempre molesta hipocresía de devolverles una sonrisa forzada. En caso contrario, tenderán a sentirse desatinadamente culpables; ya que no podrán evitar el conjeturarse que su interlocutor atencional albergará muy buenas intenciones hacia ellas. Pues al fin y al cabo, se supone que lo que este último estará buscando es divertirlas y, en consecuencia, en cuanto alberguen la más mínima intención de ignorarlos o incluso de desairarlos para así librarse de ellos, lo normal es que sus sentimientos de culpa salgan a relucir de inmediato para refrenar sus, más allá de las apariencias, muy justificados impulsos defensivos. Por consiguiente, observaremos que a las víctimas de semejantes forma de reclamo atencional, siempre les resultará bastante más difícil que en los casos anteriormente referidos, el encontrarse justificadas para mandar a freír espárragos al que quiera que esté siendo su chupóptero en particular.
Y cómo no podía ser de otra manera, también están aquellos individuos que, en lugar de utilizar una sola de entre estás formas de reclamo atencional para ir picoteando la energía de sus interlocutores, van saltando alegremente de una a la otra. Ahora comentan esto, luego preguntan aquello otro antes de volver a hacer algún otro comentario no menos fuera de lugar que el primero; después se animan a lanzar alguna que otra estéril bromita a la espera de que sus acompañantes les sigan el rollo y les den alguna muestra de lo graciosas que les han resultado; y así se la pasan erre que erre forzando a quiénes les rodean a prestar una no menos vacua que continua atención a todas y cada una de sus banales ocurrencias, hasta conseguir que los niveles de energía vital de estos últimos, acaben a ras del suelo; o incluso hasta que hastiados ya de sus constantes acometidas, procedan a mandarlos a tomar por el saco. Puesto que no son pocas las ocasiones en las que quienes sufren el cansino influjo de cualquiera de todas estas formas de conducta recientemente referidas, terminan reaccionando en un mayor o menor grado violentamente a las mismas para ver si así consiguen sacarse de encima el injustificado acoso “atencioenergético” al que están siendo sometidos.
Por supuesto, también se da el caso de aquellas personas que tratan de llamar insistentemente la atención de quienes les rodean, repitiendo siempre las mismas cosas; individuos estos últimos, normalmente todos ellos de carácter muy infantil, que siguiendo estos monotemáticos derroteros, pueden llegar a ponerse extremadamente “pesados”.
Cabe ahora reseñar, que resulta particularmente revelador, comprobar cómo a través del uso que le damos a nuestro lenguaje, acabamos dándole voz a aquello que en el nivel energético percibimos intuitiva y, usualmente, subconscientemente, en cada uno de los casos referidos; pues de un modo u otro, interpelaciones tales como “que pesado eres”; “mira que llegas a ser cansino”; “eres más pesado que una vaca en brazos”; o “eres un plomazo”; vienen todas ellas a dar voz a las sensaciones de debilitamiento, cansancio, o pesadez, que sufrimos en cada una de las ocasiones en las que otra persona reclama nuestra atención con tanta ferocidad.
Ahora bien; sin dejar de ser cierto que se dan muchos casos de personas que tienden a abusar sobre manera de cualquiera de estas últimas formas de reclamación atencional referidas ––así como también de otras esencialmente similares––, tampoco deja de serlo que cualquiera de nosotros puede llegar a manifestarlas ocasionalmente para tratar de evadirse de cualquier sentimiento de incomodidad que nos inspire ésta o aquella otra circunstancias puntual en la que repentinamente nos hallemos involucrado en la compañía de otras personas; como sin ir más lejos lo es aquélla en la que, a lo largo de una conversación, se produce de pronto uno de esos incómodos silencios que, en no pocas ocasiones, nos empujan a hacer, decir, o preguntar, cualquier cosa fuera de lugar; obviamente no porque el curso natural de las circunstancias nos invite a ello, sino para así intentar constatar que el ambiente no se haya visto enrarecido debido a que nuestro interlocutor haya podido desarrollar algún sentimiento de rechazo hacia nuestra persona, por ejemplo, como consecuencia de algo que, sin ser ésta nuestra intención, hayamos podido hacer o decir, y que le haya molestado. Y es que, indefectiblemente, cuando nos descubramos a nosotros mismos reclamando la atención de nuestros semejantes de formas forzadas, artificiosas, o doblemente intencionadas ––todas ellas vampíricas––, podremos comprobar ––siempre y cuando volquemos la mirada hacia nuestro interior y seamos honestos con nosotros mismos––, como en cualquiera de estos casos, fue siempre un foco de ansiedad o intranquilidad interno nuestro, el que nos empujo a efectuar dichas reclamaciones atencionales; pues como ya se dijo en “vampirismo educacional”, son nuestros vacios de conciencia, vale decir nuestros temores o inseguridades personales, los que después de capturar nuestra atención y pegarnos el vampirazo a nosotros mismos, nos instigan a buscar la forma de compensar la energía que de este modo estaremos perdiendo, a través de la captura de la atención de quienes nos rodean, y consecuentemente, de la obtención de su energía.
Tal y cómo ya se ha indicado y cómo, no me cabe la menor duda, todos nosotros habremos tenido ocasión de constatar durante algunas de nuestras interacciones personales pasadas junto a otras personas, todas estas formas de reclamación atencional que acabamos de analizar, pueden empujar a quienes sufran su asfixiante influjo, a pasar a lo ofensiva mediante la manifestación de otras formas de reclamo atencional con las que tratar de invertir el efecto reloj de arena que determina del lado de quién cae la energía; tales como pueden serlo la verbalización de las interpelaciones anteriormente referidas; la proyección de miradas cargadas de reproche; suspiros de hartazgo deliberadamente dramatizados; o incluso reacciones en mayor o menor grado violentas. Y es por esta razón que, cuando sintamos estar siendo víctimas de alguno de estos reclamos de atención, convendría que antes de proceder a contraatacar o enjuiciar a nuestros hostigadores energético atencionales, nos parásemos a observar con detenimiento si en efecto estas reclamaciones están respondiendo única y exclusivamente a los impulsos acaparadores de atención y energía de sus manifestantes, o si por el contrario, responden a su vez a alguna otra forma de reclamo atencional que, en una primera instancia, nosotros mismos pudiéramos haber estado empleando sin ni tan siquiera habernos dado la oportunidad de advertirlo.
Pongamos un ejemplo: imaginémonos que justo después de haber tenido que enfrentarnos a algún importante problema que todavía no sabemos cómo vamos a resolver y que, por consiguiente, nos ha creado un foco de ansiedad interno que ha acaparado gran parte de nuestra atención, regresamos a casa al encuentro de nuestra pareja, y que por la razón que sea, pese a no poder evitar evidenciar que algo nos tiene particularmente preocupados o incluso enojados, no queremos o no nos animamos a hablarlo con ella.
Pues bien; de este modo, estaríamos creando alrededor de nuestra persona, ni que decir tiene que mediante el que estaría siendo nuestro grado de distanciamiento o retracción atencional, un siempre inquietante velo de misterio que empujaría a nuestra pareja, a preguntarse cual podría ser la razón de nuestro desconcertante talante; lo que traducido al nivel energético significaría, que estaríamos llevándonos con nosotros una cantidad extraordinaria de su energía.
Obviamente, lo más natural en circunstancias como éstas, sería que la persona que estuviese sufriendo las consecuencias de esta forma de reclamo atencional de carácter indirect0 ––ya que en definitiva no estaría siendo empleada con el propósito de capturar su atención––, directamente procediese a preguntarnos qué es lo que nos sucede. Si bien pudiera suceder que susodicha persona, sintiéndose en un mayor o menor grado cohibida por el que en casos como estos bien pudiera ser nuestro serio talante, no se atreviese a entrar al trapo de un modo tan directo, y comenzase a tantearnos utilizando alguna de las formas de reclamo atencional anteriormente referidas; como podrían serlo la de ponerse a hablar de cosas carentes de importancia alguna en ese momento; el bombardearnos con un sinnúmero de preguntas también fuera de lugar; o el comenzar a bromear o a hacerse la graciosa para, dependiendo laque pudiera ser nuestra reacción, tratar de averiguar si lo que nos sucede es que estamos enfadados con ella por alguna razón que desconoce. O incluso si se da la circunstancia de que llegasen a percibir nuestro distanciamiento en el mismo momento en el que nos están relatando o explicando alguna cosa, preguntarnos entre frase y frase si realmente estamos comprendiendo lo que nos están diciendo para así asegurarse de que, pese a nuestro grado de oclusión atencional, sus palabras no estuviesen cayendo en saco roto.
Lo que, en definitiva, se está ahora buscando dar a entender, es que en muchas ocasiones, algunas de las formas de reclamación atencional manifestadas por otras personas que, a simple vista, bien pudiéramos llegar a considerar vampíricas por estar fuera de lugar, en realidad podrían no serlo tanto o no estar tan fuera de lugar como pareciera; ya que estas últimas, bien pudieran estar respondiendo a otras formas de reclamo atencional mucho menos evidentes, que nosotros mismos pudiéramos estar manifestando sin permitirnos reconocerlo. Por lo que si en lugar de detenernos a intentar dilucidar que grado de responsabilidad pudiera correspondernos a nosotros mismos en la que quiera que sea la batalla en pos de la energía ajena en la que nos hallemos involucrados, procedemos directamente a proyectarla toda sobre los demás, correremos el riesgo de terminar echando más leña a una hoguera que, a fin de cuentas, nosotros habríamos prendido sin darnos cuenta; como sin ir más lejos lo habríamos hecho en el último ejemplo referido, al no tener la consideración de prever que nuestra pareja igualmente advertiría que algo nos preocupaba, y que lo único que conseguiríamos al guardar silencio al respecto, vale decir manteniéndonos inusualmente distantes, sería empujarla ella a crearse sus propios focos de preocupación interna que, como ya hemos visto, bien podría tratar de compensar de cualquiera de la maneras ya referidas.
Si bien así como cualquier forma de reclamación atencional por distanciamiento, puede propiciar que quienes sufran su influjo se pongan en mayor o menor grado “pesaditos” para así tratar de invertir el efecto reloj de arena que, en una primera instancia, hará caer la energía del lado de la persona distante, lo cierto es que sucede exactamente lo mismo a la inversa. No en vano una de las formas de conducta que, más habitualmente, puede llegar a manifestar una persona que sufre el influjo de cualquiera de las formas de reclamación atencional características de los “pesaditos” es la de, en la medida que les sea posible, mantenerse atencionalmente distantes de ellos. Pues sucede que estas dos modalidades de reclamación atencional, son complementarias; ya que ambas dos, se retroalimentan naturalmente la una a la otra hasta tal extremo de que, cuando un individuo particularmente atosigador, se vincula con otro todavía más atosigador que él, será siempre el primero el que termine por refrenar sus impulsos atosigadores para acrecentar aquellos otros que habrán de empujarlo a mantenerse en mayor o menor medida más distante del segundo de lo que haría en caso de hallarse en la compañía de otros individuos menos atosigadores que él. Y, consecuentemente, sucede exactamente lo mismo, cuando un individuo particularmente distante, se vincula con otro que se mantenga todavía más distante que él; puesto que entonces podremos observar como será este último, el que termine refrenando sus impulsos más naturales hacia el distanciamiento atencional para acrecentar aquellos otros que le empujarán a comportarse de un modo mucho más atosigador de lo que, en él sería habitual, en caso de no hallarse en la compañía del que, en este último caso referido, habría pasado a convertirse en la horma de su zapato. Y es que “el efecto reloj de arena”, no solo entra en juego a la hora de compensar las ganancias o pérdidas de energía vital de los unos, con las pérdidas o ganancias, respectivamente, de esta misma energía de los otros. El efecto reloj de arena, empuja siempre a cualesquiera que sean los individuos que participan en un intercambio atencional, a compensar los unos con los otros las que quiera sean sus muy diversas formas de conducta. Siendo siempre el que posee más enraizada o retrotraída su atención hacia cualquiera de las mismas, el que para bien o para mal, termina incrementándolas a costa del detrimento de las de sus opositores; empujando por consiguiente también a estos últimos, cuanto menos mientras se hallen en su compañía, al desarrollo de las formas de conducta opuestas y complementarias a estas primeras.
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