A día de hoy pasaron ya casi dos décadas desde que comencé a volcar la mirada hacia mi interior. Siendo esta actitud contemplativa la que tendió frente a mí el que, esencialmente, es el mismo puente que algo más tarde también tendría ocasión de descubrir, la disciplina del Yoga ––así como la del Tai Chi, el Chi Kung o el Kung Fu–– tiende a sus practicantes para que estos puedan conducir a sus respectivas consciencias, hacía la no menos fascinante que inagotable fuente de energía que, todos nosotros por igual, albergamos en nuestro interior. No en vano la palabra “yoga” proviene del sanscrito “yuj”, que significa juntar, atar, o entrar en comunión.
El puente que la disciplina del Yoga invita a cruzar, es el que permite pasar por encima del impedimento que, indistintamente, en cualquiera de los casos en los que surge la necesidad de erigir un puente, se encuentra entre el punto de partida, y el de llegada a meta. El impedimento que separa a la conciencia del ser humano, de su ya referida fuente de energía interna, es el cómputo de nuestros procesos mentales. Siendo esta la principal razón por la que la disciplina del Yoga, contrariamente a la creencia que en occidente muchos de sus presuntos maestros instigan a desarrollar a sus alumnos, no encuentra su base en la mera la praxis de los asanas, sino en el ejercicio de meditación que habrá de acompañar a estos primeros.
Dicho esto, lo que por encima de todas las demás cosas pretendo dar a entender en este post, es que en aquellos casos en los que la enseñanza de esta disciplina no encuentre su base en el ejercicio de la meditación, ni sus maestros estarán impartiéndola, ni sus alumnos aprendiéndola; invitando de este modo, tanto a los unos como a los otros, a replantearse qué es lo que realmente estarían entonces enseñando o aprendiendo, respectivamente.